viernes, 1 de enero de 2016

Mensaje de Año Nuevo


                                                            MENSAJE DE AÑO NUEVO

Leerlo con atención. Hacerlo en un momento tranquilo, cuando sepáis que no os van a molestar y cuando dispongáis de, al menos, 15 minutos.

En este mensaje de Año Nuevo, hay dos partes claramente diferenciadas. La primera, mas corta, pertenece al consejo de los Hermanos Mayores Blancos que, al igual que en años anteriores emitieron el mensaje. En esta ocasión, la comunicación esta acompañada del deseo y petición de que sea divulgada.

Entre las personas que lo han recibido y comenzado su difusión están:

Marcial Lafuente, Dtr. Sandi, Goio Iturregui, Francisco I, Escolástica Pino, Ama, Briceño,  Jonuel Brigue, etc.

Lo de menos, es  quien lo dice, lo importante es, lo que se dice. Todo pertenece al mundo de la Conciencia y en él, no se conoce el Copyright.

El segundo mensaje, es algo mas extenso y pertenece a los escritos iniciáticos de los años setenta. Nuevamente se solicita su divulgación para mejor conocimiento de nuestra situación galáctica.  Para los que lo habéis recibido en aquella época os servira  de recuerdo.

Este segundo comunicado, debe de ser leído sin ninguna interrupción y no reeleida hasta dentro de 6 meses como mínimo. Contiene informaciones que serán transferidas.

Respecto a este segundo escrito, es poco lo que puedo decir sobre Doulos Oukóon, porque poco es lo que de él se sabe. Vivió solo durante algunos meses en una casa pequeña de un barrio pobre de nuestra ciudad. Decía que era radio-técnico, aunque nunca lo vio nadie ocuparse de receptores y transmisores. Intercambiaba saludos y comentarios sobre el tiempo con algunos vecinos; daba la impresión, cuando hablaba, de querer decir algo muy diferente a lo que estaba diciendo.

No faltaron comadres curiosas que lo vigilaran, y, con diversos pretextos, entraron en su casa para observar lo que tenía y lo que hacía. Fue poco lo que pudieron averiguar: coleccionaba plantas y piedras, lavaba y cocinaba él mismo, salía mucho de noche, recibía visitas muy raras, a veces; en fin, un hombre un poco extraño, pero inofensivo.

Llamaba la atención porque, siendo bastante moreno, tenía los ojos verde jade. No se le conocieron amantes. Una muchacha a quien él empleó para que le limpiara la casa dos o tres veces por semana, se asombró de que no intentara seducirle, y contó, después de su misteriosa desaparición, que, a ciertas horas impredecibles, se transfiguraba; lo rodeaba un resplandor deslumbrante, y se le marcaban extraños tatuajes sobre el rostro. Su aspecto era entonces hermoso y terrible, e infundía pánico y reverencia. Sus ojos se tornaban inhumanos y maravillosos como esmeraldas.

Nadie dio importancia a los relatos de la muchacha, quien no dejaba de ser un poco histérica y se sentía superior por haber trabajado varios años en un hospicio de monjas, hasta que a las vecinas se les ocurrió leer las cartas que copió, y que fueron halladas junto a restos de hierbas en la mesa de la cocina, cuando la dueña de la casa decidió buscar otro inquilino, en vista de la desaparición del hombre extraño, pero inofensivo, que, siendo moreno, tenía los ojos verdes.

Empecemos entonces... con el primer mensaje:

"Queridos compañeros de ruta, en estos momentos de comienzo de una nueva etapa del camino os comparto este mensaje que me tocó el corazón".

"Puedes tener defectos, estar ansioso y vivir irritado algunas veces, pero no te olvides que tu vida es la mayor empresa del mundo.

Sólo tú puedes evitar que ella vaya en decadencia. Hay muchos que te aprecian, admiran y te quieren.

Me gustaría que recordaras que ser feliz, no es tener un cielo sin tempestades, camino sin accidentes, trabajos sin cansancio, relaciones sin decepciones.

Ser feliz es encontrar fuerza en el perdón, esperanza en las batallas, seguridad en el palco del miedo, amor en los desencuentros.

Ser feliz no es sólo valorizar la sonrisa, sino también reflexionar sobre la tristeza.

No es apenas conmemorar el éxito, sino aprender lecciones en los fracasos.

No es apenas tener alegría con los aplausos, sino tener alegría en el anonimato.

Ser feliz es reconocer que vale la pena vivir la vida, a pesar de todos los desafíos, incomprensiones, y períodos de crisis.

Ser feliz no es una fatalidad del destino, sino una conquista para quien sabe viajar para adentro de su propio ser.

Ser feliz es dejar de ser víctima de los problemas y volverse actor de la propia historia.

Es atravesar desiertos fuera de sí, mas ser capaz de encontrar un oasis en lo recóndito de nuestra alma.

Es agradecer a Dios cada mañana por el milagro de la vida.

Ser feliz es no tener miedo de los propios sentimientos.

Es saber hablar de si mismo.

Es tener coraje para oír un "no".

Es tener seguridad para recibir una crítica, aunque sea injusta.

Es besar a los hijos, mimar a los padres, tener momentos poéticos con los amigos, aunque ellos nos hieran.

Ser feliz es dejar vivir a la criatura libre, alegre y simple, que vive dentro de cada uno de nosotros.

Es tener madurez para decir 'me equivoqué'.

Es tener la osadía para decir 'perdóname'.

Es tener sensibilidad para expresar 'te necesito'.

Es tener capacidad de decir 'te amo'.

Que tu vida se vuelva un jardín de oportunidades para ser feliz...

Que en tus primaveras seas amante de la alegría.

Que en tus inviernos seas amigo de la sabiduría.

Y que cuando te equivoques en el camino, comiences todo de nuevo.

Pues así serás más apasionado por la vida.

Y descubrirás que ser feliz no es tener una vida perfecta.

Sino usar las lágrimas para regar la tolerancia.

Usar las pérdidas para refinar la paciencia.

Usar las fallas para esculpir la serenidad.

Usar el dolor para lapidar el placer.

Usar los obstáculos para abrir las ventanas de la inteligencia.

Jamás desistas....

Jamás desistas de las personas que amas.

Jamás desistas de ser feliz, pues la vida es un espectáculo imperdible!

‼️FELIZ CAMINO, CAMINANTE ‼️

Segundo mensaje

Es poco lo que puedo decir sobre Doulos Oukóon, porque poco es lo que de él se
sabe. Vivió solo durante algunos meses en una casa pequeña de un barrio pobre
de nuestra ciudad. Decía que era radio-técnico, aunque nunca lo vio nadie
ocuparse de receptores y transmisores.

Intercambiaba saludos y comentarios sobre el tiempo con algunos vecinos; daba
la impresión, cuando hablaba, de querer decir algo muy diferente a lo que
estaba diciendo.

No faltaron comadres curiosas que lo vigilaran, y, con diversos pretextos,
entraron en su casa para observar lo que tenía y lo que hacía. Fue poco lo que
pudieron averiguar: coleccionaba plantas y piedras, lavaba y cocinaba él mismo,
salía mucho de noche, recibía visitas muy raras, a veces; en fin, un hombre un
poco extraño, pero inofensivo.

Llamaba la atención porque, siendo bastante moreno, tenía los ojos verde jade.

No se le conocieron amantes. Una muchacha a quien él empleó para que le
limpiara la casa dos o tres veces por semana, se asombró de que no intentara
seducirle, y contó, después de su misteriosa desaparición, que, a ciertas horas
impredecibles, se transfiguraba; lo rodeaba un resplandor deslumbrante, y se le
marcaban extraños tatuajes sobre el rostro. Su aspecto era entonces hermoso y
terrible, e infundía pánico y reverencia. Sus ojos se tornaban inhumanos y
maravillosos como esmeraldas.

Nadie dio importancia a los relatos de la muchacha, quien no dejaba de ser un
poco histérica y se sentía superior por haber trabajado varios años en un
hospicio de monjas, hasta que a las vecinas se les ocurrió leer las cartas que
copió, y que fueron halladas junto a restos de hierbas en la mesa de la cocina,
cuando la dueña de la casa decidió buscar otro inquilino, en vista de la
desaparición del hombre extraño, pero inofensivo, que, siendo moreno, tenía los
ojos verdes.

DA

TE ESCRIBO porque quiero compartir con alguien mi intimidad; hubiera
preferido verte, hablar contigo, y hacer contigo ciertas cosas a las cuales no dejo
de estar inclinado; pero mis superiores sólo me han permitido esta forma
anacrónica de comunicación.

"Compartir contigo mi intimidad" es decir demasiado; me está prohibido ir más
allá de ciertos límites, y yo, te lo confieso, temo el castigo implacable que se
manifiesta por la confusión de lenguas o el silencio caótico, amo cobardemente
la ilusoria coherencia del lenguaje.

Te habrá ofendido la expresión "con alguien", lo comprendo porque sé que eres
sensitiva en extremo. "Con alguien" quiere decir, a primera vista, con
cualquiera, con un correspondiente intercambiable entre muchos otros. Sin
embargo, es a ti a quien me dirijo, a ti Helena Ukusa, a ti sola. Te reconocí y
adiviné tu nombre terrestre aquel día terrible en que te observé mientras
mirabas una mariposa mía que, posada sobre el pedestal de una estatua,
transmitía con las alas mi primer mensaje. Una ráfaga de clarividencia me tranquilizó; vi que habías olvidado el secreto supremo de las comunicaciones
cósmicas oficiales, mi obligatorio sigilo estaba a salvo; vi también, -ésto me
alegró-, que recordabas las responsabilidades ahistóricas comunes a los grillos,
las galaxias y los hombres despiertos. Las recuerdas vagamente, es cierto, pero
eso es mucho decir, pues te han asignado, para tus operaciones de sutilización
progresiva y de anamnesis, una época y un lugar caracterizados por la
hipertrofia mental y la quiebra semántica; es ese recuerdo confuso lo que te
hace sentir repugnancia por el parloteo incesante y ensordecedor acerca de
"responsabilidades históricas" con sus "momentos cruciales". No eres, pues, una
de tantas, y mucho menos para mi; eres Helena Ukusa, la que me diera un
girasol de fuego en el tercer planeta de Aldebarán.

Me invade como un aroma hipnótico el desdén que sientes, desde tu elevado y
antiguo linaje, por la búsqueda calculada de objetivos pequeños, por la
arrogancia que ignora su vanidad. Pero te equivocas: no debes imaginarte que
soy presuntuoso y creo hacerte una distinción con mis comunicaciones, como
esos que, imbuidos de su importancia, conceden a una dama la exclusividad de
sus confidencias, fingiendo necesitar ternuras maternales mientras desean en
secreto obtener favores que las madres no suelen acordar a los hijos. No, no soy
un incomprendido, ni un seductor, ni un niño malcriado. (Hacía ya muchos ríos
pasé las pruebas de la cuarta luna).

Tal vez pienses que entre nosotros no existen las condiciones previas a todo
compartir. Así parece, porque estamos sumergidos en el espacio tiempo de la
Tierra; pero un idioma terrestre no es común, un idioma formado de lugares
comunes, como todos los idiomas, es cierto, pero sin lugares comunes no hay
comunicación; es necesario comenzar por ellos, y por ellos he comenzado a fin
de hacerte recordar una experiencia fundamental, la causa de nuestra
permanencia aquí. Yo soy Doulos Oukóon, aquel tu enamorado silencioso que
presenció, consternado, tu primera embriaguez sideral; Doulos Oukóon, aquel a
quien diste, sin permiso del hierofante, tu girasol de fuego, tu pequeño incendio
centrífugo cuando se despertó en tu garganta la sed de vinos pontopóricos. Mira
atentamente la cicatriz de tu cadera izquierda; yo soy Doulos Oukóon.

OS

YO, DOULOS OUKOON, que fuera una vez espuela del Gallo Solar de los
Abraxas, sólido, macizo, impenetrable, agudo y agresivo; yo, Doulos Oukóon, en
otro tiempo desgarrante explorador de vísceras, estoy ahora diluido en el
sendero sonoro de la lluvia. Reminiscencia de detalles, matices, pormenores.

Vuelvo a ser, simultáneamente, todos los niños que fui en tiempos diversos, y
otra vez me embriagan los íntimos riachuelos, el acre olor de la tierra
fecundada, la humedad mágica del aire. Otra vez siento la vocación oscura que
me trajo hasta ti, y quisiera, como entonces, no entenderla, sufrir el anhelo
indefinido que inicia la germinación de los soles. Pero ya todos mis caminos,
aún los del sueño, conducen al pleroma consciente y a la visión de tu caída, ¡oh,
Helena Ukusa!, sutilizadora de materia, caída por el fuego centrífugo que arde
ahora aquí en mi garganta.

Te veo abastraída ante la lluvia, perpleja ante el dulce lenguaje que te fuera
familiar hace océanos, al borde casi del recuerdo. Si me estuviera permitidoacercarme a ti, te empujaría amorosamente, como quien mece la cuna de un infante enfermo, hacia el torbellino amarillo en cuyo centro ya maduran los
husos heliogónicos.

Inclinas la cabeza alelada. ¿Violaré mi promesa?

Toda el agua de este planeta no alcanza para apagar la llama simétrica que ha de
arder en mí y consumirme hasta el día de tu recuerdo.

ULU

TE CONTARÉ, ¡oh, Helena Ukusa!, a ti que estás tan cerca de mi corazón, como
adquirí mi profesión actual.

La misma historia que te contara hace ya muchos océanos, muchos antes de tu
esplendorosa caída, la misma que te conté entre hadas vegetales, aquella tarde
azul de Calíope, en que ardían tus sienes bajo la luz siempre cómplice de
Aldebarán, y tus dedos destrozaban cruelmente las numerosas alas de un
pequeño sol vivo, mientras pensabas, -me miserum-, en el hemisferio violento
del planeta.

Es preciso que esta vez me prestes mayor atención, ¡oh, Helena Ukusa!, bella
transmutadora de materia: el hilo de mis palabras quiere enredarse con una
hebra roja de tu corazón; después, yo la tenderé y la pulsaré para que vibre la
nota mnemosínica en tus temporales nuevamente iluminados.
La historia de mi comienzo es como sigue. Escúchala otra vez.

Encerrado en el páncreas de la noche oscura, y sin saberme caudro, segregué,
como una serpiente su veneno, los pensamientos que habrían de morder las
tinieblas y atraer a combate la granada amarilla del Este.

Cuando hube terminado de pensar así, fui al lavabo y abrí el grifo para refrescar
el rostro fatigado; entonces, escuché claramente las palabras y risas infantiles
del agua celebrando no sé qué travesura. Sin asombrarme, cerré el grifo, y
preferí ir a la ducha; entonces, el agua cantó sobre mi piel antiguas melodías
pastoriles, con versos matinales de un idioma que reconocí inmediatamente sin
haberlo nunca aprendido.

Salí al campo, como de costumbre, pero, esta vez, mis pasos me hablaron; con el
ruído rítmico que producían, me participaban importantísimas noticias que yo
hubiera comprendido mejor, si el roce de las ropas hubiera cesado de
murmurar, en oleadas sucesivas, informaciones sobre mares lejanos.

La situación se complicó cuando noté que los árboles, arbustos, hierbas y flores
me hacían señas insistentes, y exigían ser oídos; cada hoja, cada pedúnculo,
cada rama, cada pétalo, cada estambre, decía cosas diferentes, todas valiosas,
todas igualmente dignas de atención.

Luego, lo que antes había sonado como un bastidor acústico de fondo, comenzó
a precisarse, y se disolvió en mil voces de insectos, batracios, reptiles, mamíferos... Pájaros vistos anteriormente con indiferencia, discurrieron en
trinos y gorjeos sobre cosmología y cibernética.

Del subsuelo se alzó el alarido horrísono de los metales prisioneros, en
respuesta iracunda a volcanes remotos, y los guijarros todos alteraban las quejas
dulces de la tierra pare exteriorizar, delirantes, su voluntad agónica de crear y
aniquilar constelaciones.

Yo, mínima chispa de nada en la plenitud de los entes, no alcanzaba a reflejar el
insólito "tehú-ba-bohú", y me sentía oscilar, burbuja vacía, girar, subir, bajar,
saltar, como en el seno de un huracán absurdo.

Traté de dar al caos la unidad de mí mismo, y pensé, con arrogancia paradójica
que, una burbuja de nada, limpia de todo ser, puede herir de pánico a todos los
entes del Universo, -después supe que, en una gota de nada está toda la nada, y
que la nada es nada-. Pero entonces, un silbido amarillo y poderoso inundó el
paisaje, y lo penetró íntima, minuciosamente. Noté que mis ojos crecían y se
salían de las órbitas; siguieron creciendo hasta abarcar todo el horizonte, y
dieron su color encarecido por la distensión a todas las cosas. Cuando yo mismo
estuve dentro de mis ojos, comprendí que el gran silbido amarillo era la mezcla
confusa de las voces broncas de los astros, y que esas voces, muy pronto se
separarían unas de otras, desintegradas por un nuevo subido, azul y cortante,
que ya comenzaba a rasgar el agua inconsútil de mis ojos.

Aterrorizado y convulsionado, corrí a campo traviesa, ("¿A dónde iré, Señor, que
no me sigan tus ojos?"), llegué tembloroso a mi casa, y me tendí, febril, sobre mi
destar sillón azul, entonces muy parecido al de ahora (ciertos objetos nos siguen
durante todas las vidas). Me tapé los ojos con cera, me puse una venda negra;
pero otra inmensa algarabía subió de mi cuerpo, como si todos los órdenes del
ser fueran a dislocarse. Estaba en su apogeo una guerra mineral centralizada en
los fémures y el frontal; todos los huesos participaban en ella, proyectiles
disparados desde los metatarsos chocaban estruendosamente en la columna
vertebral, con los destacamentos blindados que descendían del occipital,
mientras cada vértebra cambiaba de partido sin ritmo ni medida, en intrigas
feroces y absurdas por dominar el esternón, dueño de costillas y clavículas,
capitán del plutonio; desde los omóplatos hasta las falangeras no había sino
escombros; el sacro había apagado sus calderas. Estaba en su apogeo una guerra
vegetal centralizada en el hígado y el cerebelo; los frutos explosivos del
furibundo páncreas destrozaban bronquiolos, pero éstos, antes de morir,
vomitaban sus venenos en los canales que lo conducían al laberinto renal, donde
sembraban el espanto; no contentos con repeler los ataques aéreos del pérfido
lóbulo frontal, los testículos habían iniciado, en cuatro frentes, el asalto a la
laringe, después de sitiar el plexo solar; el corazón era cómplice y espía de todos,
correveidile y abastecedor de todos, esclavo de todos, y lloraba por sus largos
cabellos sudorosos. Estaba en su apogeo una guerra animal centralizada en el

Tendón de Aquiles, y en los bíceps; olvidando la sinergia, extensores, flexores,
pronadores y abductores, intercambiaban sus funciones y producían una danza
desarticulada y frenética; de cada especie animal del mundo había en mí una
pareja entregada a lujurias adúlteras, descomunales, grotescas, que expresaban
y ocultaban la lucha a muerte de cada uno contra todos; ví lo que la araña hacía
en el ovario de la pantera, el triunfo de la polilla en la vesícula seminal del elefante, las garras del gato montés en el corazón de la alondra, la agonía
victoriosa de la cucaracha en el ojo del león, el bagre de los pies que eyaculaba
sus toxinas en las heridas salamandras del bazo; sólo una pareja no enloqueció,
un tipo extraño de serpientes, la hembra roja subió desde la próstata hasta la
hipófisis, parsimoniosamente, enroscándose en la columna vertebral, mientras
el macho blanco hacía de igual manera el recorrido inverso, hasta que cada una
mordió la cola de la otra, para repetir juntas el mismo itinerario en forma de
ochos, incesantemente. Cuando las fibras del dorsal mayor comenzaron a
romperse, y se rasgó un esternocleidomastoideo, después del colapso del
sartorio izquierdo, yo, burbuja de nada, comprendí que sólo me pertenecía la
laringe; entré en ella con humildad, y adiviné la palabra inserta en mí desde el
océano inicial y la pronuncié; ella vibró con un valor equivalente a 5555, según
supe después, y constituyó un campo ovoidal donde todo ocupaba el lugar
correspondiente en la jerarquía de las siete ruedas vivas y heliomortas. Cuando
mi cosmos se hubo restaurado y transfigurado, recordé la palabra, puedo
decírtela, ¡oh, Helena Ukusa!, a ti que estás tan cerca de mi corazón: era
ALHELÍ; me fue revelado que su aliento animaría todas mis infancias futuras.

Eso es casi todo, investido luego del poder de construir y manejar vehículos en
todos los grados anabáticos de la materia y de la vida, informado además de la
clave única de toda comunicación, empecé mi espionaje sagrado y te encontré.

Tú me habías esperado, inconsciente, durante veintidós milenios, mientras yo
recorría sonambúlicamente, en lenta evolución, todos los planetas de todas las
estrellas de Centauro. Inconsciente y frágil eras cuando te encontré. Una cara
invisible y siempre lúcida de mí mismo siguió desde entonces tus metamorfosis
hasta que pudimos sentarnos sobre la hierba azul de Calíope, y soñar juntos con
el ascenso espiral hacia Aquel cuyo signo es el relámpago, adivinar juntos ese
viaje que tú no puedes hacer sin mí, no yo sin ti. Si fuera necesario te esperaría
despierto veintidós milenios por el instante aquel en que destruiste los círculos
magnéticos y caíste, ¡oh, primera embriaguez sideral!, al entregarme el símbolo
del original contacto metacósmico, a mí, tu enamorado tímido, a mí,
descubierto en la campanada esencial de tu Castalia.

OUK

LOS HOMBRES han sido puestos sobre la Tierra para que recobren la memoria.
Este planeta es una colonia de tratamiento para cierto tipo de amnesia. Tú,
Helena Ukusa, sutilizadora de materia, tú también transmutarás el humus y el
viento en dolor y esperanza hasta que hayas conseguido recordar. Yo estoy aquí
y te escribo, porque necesito que vuelvas a ti misma. Solicité de la Jerarquía este
lugar y este tiempo, a fin de ocuparme de ti en los momentos libres que me
dejan mi duro oficio y mi grave misión.

A propósito, te confieso que no comprendo bien algunos aspectos de mi trabajo.

Esta mañana, por ejemplo, mientras paseaba por un parque largo y estrecho de
esta ciudad, un desconocido me entregó una daga de oro con diamantes
incrustados en la empuñadura; la recibí sin hacer preguntas y la escondí dentro
de mi chaqueta. A mediodía, una dama muy elegante, insólitamente vestida de
seda verde, irrumpió en mi estudio, y comenzó de inmediato a contarme relatos
incoherentes sobre submarinos y picos nevados en jardines serpentarios azules; aunque la veía por vez primera, la escuché con alma y naturalidad, le hice
incluso algunas preguntas corteses. Mientras observaba distraídamente su
collar, me dí cuenta de que ella, sin saberlo, quería algo de mí, buscaba
instintivamente algo que sólo yo, Doulos Oukóon, podía darle. Fue entonces
cuando sentí la señal inequívoca en las manos y se me nubló la vista por un
instante, como ocurre cada vez que vienen órdenes especiales de muy lejos.

Permanecí indiferente cuando mis manos sacaron sorpresivamente la daga de
oro y clavaron con certera pericia, a través del seno izquierdo, en el corazón. Ella
no se defendió, cuando vio la daga se le iluminaron los ojos como si hubiera
encontrado, por fin, algo precioso en grado sumo, algo buscado a ciegas durante
muchos ríos. Cayó feliz, sobre mi destartalado sofá. Yo retiré la daga y la sostuve
humildemente, con las dos manos, frente a su rostro sonreído. La agonía fue
corta, la mirada y la sonrisa se oscurecieron mientras la sangre brillante
humedecía lenta, dulcemente, su vestido de seda verde. Entonces llegó el
desconocido; sus movimientos simples e inexpresivos denotaban que una larga
rutina lo había enseñado a hacerlo todo con el mínimo esfuerzo necesario;
después de quitarme el arma y ponerla de nuevo en la herida, alzó el cadáver
delicadamente y se alejó sin decir palabra.

Es medianoche. La bella dama del vestido verde estará ya contemplando
arquetipos bajo Alfa de Centauro. Pero no comprendo por qué me han escogido
a mí para el recuerdo clave que finaliza un tratamiento. No es esa mi misión.

Digo que no comprendo ciertos aspectos de mi trabajo refiriéndome a la misión
que cumplí hoy, pero es otra cosa lo que me inquieta vagamente. Veamos:
misiones como la de hoy son demasiado fáciles para mí, Doulos Oukóon; no
ponen en juego mis recursos más sutiles, pues los planes ya están hechos, las
decisiones ya han sido tomadas, las responsabilidades pertenecen a la

Jerarquía, mientras que yo, ex comandante de la flota intergaláctica de
Sagitario, yo, Doulos Oukóon, sólo tengo que ejecutar y todos los medios de
acción me son suministrados, la hora y el lugar están previsto.

No me gustan estas misiones extraordinarias; prefiero mi trabajo porque en él
yo sé lo que debo hacer, y hago yo mismo los planes, y encuentro yo mismo los
medios. Sin embargo, no es eso tampoco lo que me inquieta; primero, porque yo
accedí voluntariamente a hacer trabajos imprevistos de vez en cuando, a plena
consciencia de su naturaleza; y, segundo, porque yo sé algo que ignoran los
comandantes de flotas intergalácticas: que una hoja de hierba arrancada por
orden de la Jerarquía en cualquier rincón del pluriverso, puede ser el único
gesto necesario para aniquilar una galaxia entera. No es eso, pues, lo que me
inquieta. Ahora veo claro y me siento alarmado y orgulloso: en mi interior se
fragua un proyecto rebelde que surge de mi interés supremo como individuo
ahora: el proyecto sacrílego de devolverte por mi cuenta y riesgo a la hoguera
circular que rodea la seminal colmena, para que entres por ella, descalza, al
planeta perdido.

Doulos Oukóon, en transparente sobriedad, sueña con emular a la que, en
embriaguez sideral, rompió por amor los círculos magnéticos.

SA

HOY no he podido verte. Esa facultad mía que me permite observar tu quehacer
cotidiano desde cualquier distancia y a través de cualquier obstáculo, con sólo
cerrar la mano izquierda y apretar el pulgar con fuerza contra el índice, se
encuentra inhibida por la acción de un planeta oculto. Tú lo conocías bien, ¡oh,
Helena Ukusa!, su influjo hace girar hacia la izquierda los pétalos del girasol
oscuro que arde en el abismo, y la siembra entonces asciende hasta el entrecejo
y la corona.

Hoy es un día libre. No puedo distraerme en el trabajo y todas las diversiones
me revierten hacia el círculo negro donde tu imagen no aparece. Por eso he
dirigido el cono hacia los asuntos terrestres, manteniendo los circuitos de tal
manera que, al cesar los efluvios del planeta oculto, tu onda ocupe
automáticamente todo el horizonte de visualización. Y al rescoldo del girasol
oscuro veo las ideas.

(Lo que debes recordar, ¡oh, Helena Ukusa!, nada me duele más que tu amnesia,
porque nadie está más cerca que tú en mi corazón, lo que debes recordar no
pertenece al pasado, está fuera del tiempo).

Las ideas dominan los actos de los hombres con el objeto de alimentarse: los
obligan a producir ciertas emociones, ciertos movimientos, ciertas palabras que
devoran ávidamente. Alguna especie de ideas necesita la ira, la violencia y la
maldición. Otra prefiere la angustia, el temblor y el sollozo. Otra la indignación,
la altivez y el discurso arrogante. Son legión.

Raras veces aparecen en la consciencia del hombre con su verdadera forma de
pájaros rapaces, de hambrientos vampiros aferrados a la vida. Por lo general se
manifiestan como cristales hipnóticos en que la víctima se representa
falsamente la realidad, o mira a sus congéneres o a sí misma con distorsiones, o
imagina perfecciones y utopías ferozmente ilusorias.

Ví cómo una especie de ideas dominaba poco a poco a casi todos los habitantes
de un país y los conducía a la guerra. Me asquea todavía el recuerdo de los
festines sobre las concentraciones militares y los campos de batalla. Clavaban
las curvas uñas en los ojos de los jóvenes y les picoteaban el corazón entre
chillidos, absorbían impúdicamente los efluvios del páncreas, y se tragaban con
glotones tragos sucesivos los largos gritos, interminables como intestinos, y los
deliciosos movimientos geométricos. Abandonaron ese país cuando sus
habitantes no podían segregar ya más el alimento que las nutría, sino sólo
fluídos amados por otra especie más abominable aún, que las reemplazó con
deleite. Otras ideas, más densas y visibles, pero menos peligrosas, se hartaron
luego del bagazo hasta no poder levantar vuelo.

Hay una especie que domina a los adolescentes para vivir de su embriaguez y su
lujuria. Otra se los disputa para hacerlos producir un néctar purulento llamado
"lucha por un ideal político". Otra, muy peluda, les exprime y les chupa un jugo
nauseabundo conocido como fanatismo religioso, por los hombres que están
despertando.

Vi ratones alados y calvos mamando los senos de las solteronas y succionando
los testículos de los monjes.

Las ideas se reproducen por medio de huevos; la parte del cuerpo donde los
ponen y el tiempo de incubación, varían según las especies. Algunas prefieren el
hígado y el bazo, éstas el corazón, aquéllas el hueso sacro o el occipital, esotras
el cristalino del ojo o el astrágalo, aquestas el clítoris o la base de la lengua...

Casi todas producen en las personas escogidas como nido una especie de
oclusión parcial que se contrae a impedir la secreción de las emociones
nutritivas hasta el rompimiento del huevo, con el objeto de acumularlas y
asegurar así la alimentación del recién nacido.

Los hombres jóvenes son más aptos para producir cierto tipo de efluvios; lo
mismo puede decirse de los viejos, de las doncellas, de las madres, de los
empleados del banco, de los piaches, de los cardenales, de los archimandritas,
de los discóbolos... De ahí la preferencia con que las diferentes especies de ideas
parasitan a los grupos humanos según la edad, el sexo, la educación, el oficio...

Pocas veces hay combates auténticos entre las ideas.

Por lo general, una especie de ideas vampiriza a un hombre, mientras éste puede
emitir las vibraciones que ella necesita; luego, lo entrega a otra, y así,
sucesivamente, hasta el bagazo que devoran las ideas negras del mundo visible.

Cuándo los hombres, o dos grupos humanos se pelean por razones ideológicas, y
aún cuando un hombre disputa consigo mismo, no debes creer, ¡oh, Helena
Ukusa!, en un combate de ideas. Lo que ocurre es que una especie de ideas está
comiendo y los hace actuar así para que las emociones, los movimientos y las
palabras que ella necesita para subsistir, crecer y reproducirse.

Este estado de cosas no es lamentable por el simple fenómeno de vampirismo o
parasitismo; está previsto que unas especies vivan a expensas de otras,
formando grandes cadenas ecológicas.

Es lamentable por dos razones: primero, porque el producir alimento para las
ideas impide a los hombres pagar la cuota de vibraciones con que deben
contribuir al sostenimiento del universo; en efecto, está calculado que los
habitantes de este planeta Tierra, mientras pasan por el tratamiento
antiamnésico, produzcan ciertas vibraciones que, junto con las de billones de
otros planetas, son acumuladas en un gran centro de distribución universal; los
atrasos en el pago son causa de las grandes hecatombes telúricas. Segundo,
porque no es natural que las ideas dominen a los hombres, ni siquiera cuando
éstos pasan por las formas más agudas del olvido. (Lo que debes recordar, ¡oh,
Helena Ukusa!, no pertenece al pasado, está fuera del tiempo).

Las ideas son especies serviles como los animales domésticos o las máquinas,
son instrumentos o vehículos del hombre, pero, debido a un error similar a tu
caída, ¡oh, Helena!, único amor de mi corazón, se invierten los papeles trayendo
gran desgracia a los hombres, y no menor infortunio a las ideas, quienes en el
fondo son animales tristes, hundidos en su propia voracidad, sin el esplendor
que da a los entes la plena actualización de su naturaleza.

He observado, sin embargo, que unos pocos hombres, poquísimos, siguiendo las
pistas antiguas, casi han logrado despertar y comprender. Se entrenan con
perseverancia en un deporte que debería ser común a todos: la caza y domesticación de las ideas. Una decena de hombres, aproximadamente, en toda
la historia de esta humanidad, han sido libres en este sentido, y han tenido ideas
a las cuales han dominado y amaestrado para emplearlas en la caza mayor:
aprehender el ser y el sentido del ser. Sé de un hombre que tuvo a su servicio
setecientas ideas plumíferas y novecientas hirsutas. Fue un gran rey cazador. La
humanidad no ha desaparecido porque se alimenta todavía de algunas piezas
inagotables que hombres como el rey cazador atraparon en días y noches de
plenitud, cuando los aureoló la gloria de ser ellos mismos, o, para decirlo más
simplemente, de ser.

Ahora apareces, ¡oh Helena, resplandeciente Helena!, aún sobre este planeta
infante fulguran tus ojos con el mismo brillo que tenían en Calíope la tarde
aquella en que extendiste los brazos como antenas hasta las Pléyades.

Amplifico la imagen para observar los colores cambiantes de tu iris. Pero, ¿qué
sucede? Ahí, detrás de tu frente, por el lado izquierdo, veo una zona oscura con
una torre oscura, y una bandada de entidades oscuras que vuelan torpemente;
difícil de precisar si golondrinas o murciélagos; dan la sensación de tener piel
peluda, como los roedores, de ven en cuando centellean un colmillo; oigo
chillidos apagados que enfrían la sangre a mi vehículo más denso. Sabía, ¡oh,
Helena Ukusa!, que en tu estado amnésico podrías ser víctima de un nido tan
abyecto. Veo que copulan bestialmente. Me duele la garganta al pensar que en ti
procrean y embarcan su prole en tus palabras para invadir a otros. Tus palabras,
que otrora difundían la luz purísima de tu corazón, transportan ahora esta carga
abominable, estos pichones de inmundos pajarracos.

Pero también, en el lado derecho de tu cabeza, un huevo que se está quebrando.
¿Qué ave lo puso en la región más cálida de tu encéfalo? Del cascarón roto
comienza a salir un pájaro: cuello largo bifurcado, dos cabezas, alas de gran
envergadura, mojada y débil, con los ojos cerrados aún. Espera, lo reconozco: es
un águila bicéfala. Estoy alegre, sé que crecerá en ti, y cuando sea adulta,
ahuyentará las bestias infamantes y habitará la torre. Más tarde, la domarás y
adiestrarás. Algo te queda de la cazadora que fuiste mientras yo dormía en el
Centauro.

Entonces serás más libre para ver y actuar. Cuando los volátiles negros y
peludos hayan sido espantados, mucho de lo que hasta hora consideras tuyo y tu
yo, se revelará como aglomeraciones de seres extraños que se pondrán de
manifiesto moviéndose independientemente, dispersándose. Grupos de gruesas
lombrices se abrirán como una mano monstruosa en lo que antes parecía piel
lisa y compacta.

Una vez más, el paso del planeta oculto me ha revelado la esperanza cierta en el
centro del terror. Te acercas al recuerdo. Lo que debes recordar no pertenece al
pasado. Está fuera del tiempo.

ON

HELENA UKUSA, transmutadora de materia, tú, que una vez cabalgaste al
cangrejo cósmico en otra dimensión del pluriverso, ahora no sabes ni siquiera
distinguir a los que te rodean.

No comprendes que la apariencia humana es engañosa. Tres son las categorías
de bípedos parlantes tricerebrados que habitan este planeta para amnésicos: a)
los que ascienden, b) los caídos, y c) los enviados.

Los tres tipos tienen en común la apariencia del cuerpo físico. Si no me hubieras
dado el girasol, tu esplendor amarillo de metacósmica irradiación, sabrías que el
cuerpo es un vehículo. Como vehículo, puede ser manejado o cabalgado por
aurigas o jinetes muy diferentes. Cada cuerpo humano está tripulado, pero no
siempre dirigido, por una entidad que ha adquirido derecho de propiedad sobre
él. Él vela por su propia conservación manteniendo en mínimo el
funcionamiento de sus órganos, mientras el amo no disponga otra cosa, y
exigiendo alimentos, higiene, reproducción. Por medio de él, la entidad dueña
se informa de lo que ocurre en el plano físico, y se traslada y opera en el espacio
tridimensional de este mundo. Pero el vehículo humano se presta a muchos
otros usos y actividades desconocidos por el tripulante, quien, en la inmensa
mayoría de los casos, sobre este planeta, se limita a trabajar ridículamente,
sencillos en comparación con los que podría hacer si conociera las portentosas
potencialidades de que dispone; es como si alguien que tuviera un cerebro
electrónico complicado y perfecto, se contrajera a resolver con él problemas de
sumar con dos cifras.

Esto es así porque la población del planeta está constituída en su casi totalidad
por los que ascienden.

Los que ascienden provienen de los tres reinos inferiores y deben alcanzar el
grado de desarrollo propiamente humano. Se caracterizan por un goce funcional
intenso: acostumbrados a vehículos de más limitado alcance, se alegran al
descubrir algunos usos del nuevo.

Míralos, no es difícil reconocerlos, se parecen a los adolescentes que montan por
primera vez un caballo o un automóvil deportivo. Son recién llegados. Se
dedican jubilosamente al baile o a ejercicios eróticos, o al comercio, o a
exploraciones o a la predicación y el proselitismo, o a intrigas de barrio, o a la
política en su nivel demagógico, o a la digestión reposada y a la rutina.
Instalados en alguno de los tres centros principales del comando del cuerpo,
ensayan palancas y botones, como un simio encerrado en la cabina de
instrumentos de un avión en vuelo. Se enamoran de ciertos aparatos, de ciertos
órganos, de ciertas maniobras y operaciones, sin comprender el esquema
general del vehículo, con la chispeante alegría de la ignorancia, ignorante de sí
misma, pero decidida a ensayarlo todo juguetonamente. No es sino después de
haber destruído innumerables cuerpos, cuando comienzan a darse cuenta de la
complejidad constitucional del instrumento humano, y sentir oscuramente la
necesidad de efectuar el primer trabajo indispensable para asumir la condición
de hombre; el alineamiento y control de los tres centros principales de
comando.

En cada recién predomina una fuerza subhumana de los reinos de origen,
aunque las demás están siempre presentes, y toman el poder transitoriamente.

Con frecuencia, esa fuerza corresponde a alguna de las formas minerales,
vegetales y animales ya conocidas; pero, a veces, se trata de entidades que han
evolucionado sin vehículo visible. ¿No has observado, oh Helena, cómo se arremolinan los rebaños de ovejas custodiadas por perros pastores, todos en
cuerpo humano? ¿Será posible que no hayas reconocido a las palmeras y a los
abedules en alguna de las muchachas que te rodean? ¿No has notado cómo los
hombres hienas se sienten atraídos, inevitablemente, hacia la carroña? ¿No
recuerdas acaso aquel niño de uranio que ayer se puso incandescente frente a tu
ternura sobrehumana? Cuídate de los ofidios bípedos, de las mandrágoras con
luenga cabellera, del plomo líquido con ojos de carrante. Te conviene la
compañía de aquellas niñas olorosas a romero, ruda y toronjil que el otro día te
regalaron una mariposa invisible. Espanta con varillas de sándalo a aquel
macho cabrío bigotudo que te persigue; hazlo por lástima, pues moriría sobre tu
vientre, tu vientre que adornaron otrora lirios sagrados de Calíope.

La conducta alocada de los que ascienden no es, sin embargo, tan peligrosa
como parece: además de adquirir la experiencia necesaria para alcanzar grados
evolutivos superiores, activan con su inquietud, con sus proyectos dislocados,
con su pensamiento tartamudo, con sus actos inconsecuentes, activan la
maquinaria central que alimenta de energía las instalaciones antiamnésicas y
servicios varios de la Jerarquía sobre el planeta.

La condición humana propiamente dicha, meta inmediata de los que ascienden,
se reconoce por rasgos inequívocos de los cuales te señalaré algunos, ¡oh
Helena!, sin poder reprimir la nostalgia de los días azules en los que hubiéramos
podido departir sobre todas estas cosas, y estudiarlas ayudándonos
mútuamente, de igual a igual: me molesta este aire de maestro que he de
adoptar para escribirte.

El hombre se conoce porque ha logrado alinear los tres cerebros principales de
su cuerpo, y ejerce un dominio omnímodo sobre todas su operaciones, no
permitiendo ni la rebelión caotizante de los miles internos ni la invasión
alienante de los diez miles externos. Compone con su vida armoniosa música, la
partitura de sus pasos se acuerda con la canción arcaica del Siempre Joven
Logos, ya sea que invente sonatas, minuetos, pasacaglias, tocatas, zarabandas,
para los días morados de la piel, o sinfonías para los huesos largos, ya sea que
rija desde el esternón las marchas marciales de las costillas, o la técnica
dodecafónica del dorso, ya sea que teja el laberíntico contrapunto de sus
vísceras, o penetre y estructure, con método serial, doscientos cincuenta
kilómetros a la redonda en torno suyo el cuerpo etéreo de la Tierra. Cuando
duerme, puede ser pareja de baile de las sílfides, o acompañar la fiera canción
de los ángeles heráldicos, que elevan sus estandartes cada noche sobre las
montañas del cuarto reino.

Habiendo dejado de identificarse con lo que no es él, sino de él, y previo
contacto con la Jerarquía, el hombre, propiamente dicho, se convierte en un
servidor de la humanidad, de manera que su voluntad no está a merced de
ninguna fuerza de los tres primeros reinos, sino orientada hacia el
restablecimiento y cumplimiento del Plan de Amor y Luz.

Siente la angustia de lo terreno, y el anhelo de comprensión total, pero conoce
las lunas en las que se le entrega el arton eplusión, y sabe que las aves del cielo
anidarán en las ramas de su árbol invertido cada vez que vuelva la estación de
las flores.

Pugna por recordar, y repite con perseverancia el llamado, mira hacia el séptimo
punto cardinal. No será desoído. La respuesta es un despertar en el dorado
amanecer y la inauguración, para él, del mundo de lo Real. Algún día será suyo
el secreto único de las comunicaciones, pero entonces ya habrá superado la
condición humana.

Sobre los caídos y los enviados, ¡oh Helena!, es poco lo que puedo decirte.
¡Cómo describir con un lenguaje cualquiera de la Tierra las realidades de un
ciclo superior! Justamente, mi máxima aspiración como individuo es devolverte
el girasol de fuego para que huelles, descalza, los husos heliogónicos, y retornes
al planeta perdido.

De los caídos, ya sabes que son amnésicos, de los enviados sólo puedo decirte
que son siete en este ciclo, y que, a través de ellos, actúa directamente Aquel
cuyo signo es el relámpago.

Yo no pertenezco a ninguna de las tres categorías. Yo, ínfimo servidor, trabajo
para un organismo autónomo y "sui generis". Soy Doulos Oukóon, espía
cósmico, ex comandante de la flota intergaláctica de Sagitario, aspirante a tu
recuerdo.

UE

PARA que puedas comprender la forma externa de mi trabajo, ¡oh Helena!,
debo informarte, aunque no sea sino de manera fragmentaria y parcial, de cómo
está constituido sobre este planeta el Sistema de Indicios que utiliza la Jerarquía
para el desarrollo de las humanidades de tipo terrestre.

Cuando una humanidad de tipo terrestre termina su ciclo, y pasa a otro planeta,
se destruyen sistemáticamente todas las instalaciones que ella había construido
en las diversas etapas de su progreso técnico. Tal destrucción se efectúa
generalmente mediante un cataclismo telúrico, y no es difícil, porque la
culminación de la técnica científica conlleva una asombrosa simplificación de
las máquinas, hasta el punto de que una sola estación de energía abastece toda
la Tierra, y no hay un solo aparato propulsor que no quepa en la palma de la
mano.

Después del cataclismo, otra humanidad, procedente de los reinos inferiores,
comienza su gran ciclo, a partir de una condición casi bestial. No todos los
hombres de la anterior se han ido; algunos han de quedarse durante cierto
tiempo para ayudar a los recién llegados en su fragilidad inicial, y establecer el
Sistema de Indicios que ha de llevarlos a la comprensión y cumplimiento de su
tarea durante el ciclo.

La tarea de toda humanidad, ¡oh Helena!, consiste en ampliar la consciencia
hasta conocerse a sí misma plenamente, a fin de ser ella misma, y hacer todo lo
que está implícito en la configuración de sus potencialidades dentro de la
estructura de su Universo.

Los generosos rezagados del ciclo anterior, -todos son voluntarios-, han
permanecido en la leyenda de todos los pueblos como antiguos sabios, y en el
inconsciente colectivo como el Arquetipo del Padre.

Cuando han establecido el Sistema de Indicios, los antiguos sabios se retiran,
dejando un Colegio Iniciático que posee ciertos conocimientos fundamentales y
ciertos poderes, que ayudan secretamente a la formación de estructuras sociales
adecuadas al grado de evolución alcanzado. Ese Colegio es visitado e instruido
periódicamente por los enviados, quienes imparten la sabiduría adicional
necesaria, de acuerdo con el adelanto, y ordenan los cambios pertinentes.

A los cosmonautas de otros mundos les está permitido observar los
acontecimientos terrestres, pero les está rigurosamente prohibido intervenir en
forma alguna. Los que han cometido el error de intervenir, han sido castigados
tan severamente que las violaciones a esa prohibición son estadísticamente
despreciables. Sin embargo, a algunos cosmonautas visitantes, el Colegio
encomienda ciertas misiones, especialmente a los que vienen de las Pléyades.

Los indicios para este ciclo fueron distribuidos en cuatro grandes campos: la
Arquitectura, el Mito, la Música y el Juego.

Los sabios antiguos hicieron construir monumentos iniciáticos: Templos,
Palacios, Estatuas, Pirámides, Dólmenes, Menhires, de tal manera que a
cualquier hombre, al contemplarlos, o al andar por ellos sin finalidad práctica
alguna, se le intensificaran ciertos procesos nerviosos, que la Neurofisiología de
este tiempo no conoce aún, y empezaran a despertar lentamente a lo Real, como
el durmiente a quien llaman suavemente con el nombre que usara la madre para
llamarlo cuando niño. En momentos más intensos de vigilia, que el vulgo llama
trance, descubriría y aprendería la lección encerrada en las líneas
arquitectónicas, en la distribución de las masas, en el orden de los pares, en la
proporción de las medidas.

No escapó a la sagacidad de los antiguos sabios que esos monumentos, aunque
calculados para durar milenios, podían ser destruidos por la pugnacidad y la
violencia desenfrenada que caracterizan a las humanidades infantiles,
dominadas aún por las corrientes subhumanas del planeta, ni que, en su
insensatez, generaciones envanecidas por el crecimiento y progreso técnico los
despreciarían. Sabían, es cierto, que algunos Arquitectos del futuro, siendo
inspirados inconscientemente para diseñar monumentos iniciáticos que
producirían en el observador desinteresado esa eutaraxia contemplativa,
conocida como emoción estética, y a los cuales protegerían, hasta cierto punto,
diversas formas enmascaradas de respeto mágico.

Pero decidieron no confiar su mensaje a ese sólo recurso, y, considerando que
después de los combates, embriagados por la gloria, los vencedores de todos los
tiempos y sus descendientes aman las palabras que narran sus hazañas y hechos
portentosos, y elogian sus virtudes guerreras, inventaron Mitos fundamentales
sobre héroes y antihéroes, mitos que podían adaptarse a todas las épocas sin
cambiar el esquema básico de su estructura, mitos cantados por aedos que se
metamorfosearían según los tiempos y lugares, en poetas, novelistas,
periodistas, autores de guiones cinematográficos, dramaturgos, cuentistas, cuenteros, humoristas; mitos con contradicciones, detalles oscuros, palabras
insidiosamente repetidas, a objeto de estimular, en los oyentes maduros para
ello, a diversos niveles, ciertas glándulas que la Endocrinología de este tiempo
no conoce bien aún, y hacerlos recordar vagamente lo Real, sumiéndolos en el
estado de ánimo del que intenta reconocer a un amigo de la infancia en el rostro
ultrajado por los años.

Sin embargo, los mensajes míticos no son sino la sombra de un recurso más
admirable y poderoso, ¡oh Helena! Ningún ente del Universo puede amar más
intensamente que yo cuando veo que tus ojos amnésicos no han perdido el
asombro primigenio que espantó a los más fieros guardianes del umbral,
cuando tú me reconociste en Calíope, por la campanada esencial de tu Castalia,
y me entregaste la hoguera centrífuga de tu primer contacto metacósmico.
¿Cómo no interrumpirme para pensar en nosotros, en tí y en mí, si te voy a
hablar de la Música, campo que tu maestría ensombrecida por el acorde ígneo
que hube de percibir en la garganta?

Los antiguos sabios enseñaron a los hombres las notas musicales en cinco, siete
o doce, y les dieron los primeros instrumentos. Les sembraron así la semilla, no
sólo de toda la música y de todos los instrumentos musicales posibles, sino
también de todo conocimiento posible sobre todas las cosas y sobre el Todo. El
repertorio de que dispone hoy la humanidad contiene, para el que sabe oírlo,
todas las Ciencias en su estado perfecto y acabado, tanto las nomotéticas como
las ideográficas. Oyendo música se puede llegar a un dominio completo de la
Astronomía, de las Matemáticas, de la Cibernética, de la Analítica, de la
Biología, de la Mineralogía, de la Historia, de la Psicología, de la Sociología, de
la Química, la Oceanografía y la Lingüística. No hay rama del saber posible que
no esté comprendida en el repertorio musical ya existente. Además, todas las
técnicas, todos los medios de transformar la Naturaleza y la Sociedad están
dados en él. Interpretando piezas musicales conscientemente, se pueden
efectuar todos los cambios que tanto anhelan los hombres. Desgraciadamente,
los músicos son profetas velados, que no entienden lo que ellos mismos hacen, y
desconocen la clave básica y única para servirse adecuadamente de lo que
producen. Pero el amor que sienten por la música, ese extraño arrobamiento
que no es sino preludio, anticipación, inminencia de comprensión, los hace
cultivar la composición, y en esa forma conservan y transmiten un patrimonio
sagrado, del cual tomarán posesión los hombres cuando sean dignos.

Un aspecto visible de la Música es la Danza. Toda danza es una técnica
inductora del éxtasis. Los que bailan se identifican con el planteamiento,
desarrollo y solución de los más complicados problemas matemáticos
inherentes al carácter numérico del Universo, o con la esencia gobernante de
cualquier campo óntico restringido, o se trasladan a planetas remotos y
exploran minuciosamente sus pormenores, o practican los métodos y
procedimientos de la astronáutica intergaláctica, pero desgraciadamente, ¡oh
Helena!, no se dan cuenta de lo que hacen: en su limitada conciencia, todo eso
no se manifiesta sino como goce indefinido e inefable, y como vital
encantamiento erótico, cuando no como preámbulo y símbolo de la corte y del
acto sexual.

Dije que toda danza es una técnica inductora del éxtasis, porque no quería
referirme de una vez a las Danzas Sagradas. Estas producen el éxtasis, una
especie de ensimismamiento, hasta lograr estados de lucidez y vigilia que hacen
aparecer la vida despierta ordinaria como el más profundo y oscuro de los
sueños. Felices los hombres que se ejercitan en danzas sagradas, porque ellos
serán los primeros en conquistar la Luz Metacósmica.

Me falta hablarte de los Juegos, ¡oh Helena Ukusa!, y me complazco en
explicártelos, porque la sonrisa pícara que te esfuerzas por reprimir, traiciona la
inclinación lúdica que otrora te indujera a perseguir tu imagen verdadera por el
laberinto de espejos oculto en lo más intrincado de la Cabellera de Berenice.

Todos los juegos, incluyendo la coquetería, la intriga diplomática, y la guerra,
son de origen sagrado, y reflejo del Gran Juego. Si un hombre cualquiera, en un
momento de desprendimiento y olvido de sus intereses egoístas y temporales,
observa o practica cualquiera de ellos, manteniendo por casualidad la unión
múdrica uno cinco en los dedos de la mano izquierda, sentirá el llamado
poderoso y comenzará a despertar; tendrá primero visiones geométricas, y
adivinará detrás de ellas algo parecido a una rosa o un lirio; después percibirá la
Fragancia, y, al mirar en torno suyo, advertirá que camina entre sonámbulos.

Los juegos infantiles tienen una importancia especial, porque en ellos se
conserva puro el mensaje fundamental de los antiguos sabios. Los niños los han
ido transmitiendo con asombrosa fidelidad durante milenios, y la sabiduría
contenida en ellos ha sobrevivido a las catástrofes que han destruído castas
sacerdotales completas, Templos, Bibliotecas, de la misma manera que las flores
silvestres ríen aún cuando sobre los prados, mientras yacen bajo tierra los
imperios que tuvieron jardines colgantes, y sumieron en el terror, la esclavitud y
la miseria, pueblos pacíficos y laboriosos...

Juegos como el escondite, el venado, la semana, el avión, saltar la cuerda, Doña
Ana, el santo tapado, la vieja Inés, el gato y el ratón, la perinola, el aro, la
rayuela, el hoyito, la guerra de los chucos; conservan hasta hoy toda la fuerza
iniciática que necesita el hombre para despertar y recordar. Cuando los niños
juegan, se encarna en ellos el fiar del Universo, los niños que juegan son la
esencia del Universo; si durante un segundo, no jugara ningún niño sobre la
Tierra, se desintegrarían las Galaxias. En un patio vecino a mi humilde vivienda,
los veo ahora jugar la ronda, y pienso en los hombres que destruyen sus ojos y
su salud escudriñando en vano, durante largos años, libros antiguos, códices,
buscando la revelación de los Misterios, mientras, a pocos pasos, los niños les
cantaban, les corrían, les saltaban, les reían, les bailaban, les gritaban todas las
claves de todos los Arcanos.

En verdad, ¡oh Helena!, nada me ha parecido más ingenioso que esa idea de
esconder las llaves de la Luz y del Poder en los juegos infantiles. Sólo los
verdaderamente dignos los encuentran. A los soberbios y violentos jamás se les
ocurriría buscar allí. Alabados sean los sabios antiguos. Que la estrella Algol sea
su morada.

Los juegos de mesa, ya sea que en ellos predomine el azar o la habilidad
combinatoria, son hermosos umbrales. Observa a los jugadores, ¡oh Helena!, tú que los desdeñas porque has conocido el Gran Juego, y que no te acercas a una
mesa lúdica, sino con la encantadora condescendencia de las Princesas del
Rocío; observa a los que juegan, y tal vez notarás que, mientras creen divertirse
o descansar, o luchar por el triunfo, giran afanosamente en torno a un pequeño
remolino que los atrae y a cuyo fondo no pueden llegar. Debajo de ese remolino
están la Rosa y la Fragancia. No es por accidente, ¡oh Helena!, que todas las
barajas tienen cuatro palos, que el Dominó es siete por cuatro, que el Ajedrez es
ocho por cuatro, que el Ludo tiene cuatro puntas, que las mesas y los tableros
son cuadrados. Recuerda los cuatro ríos del Edén, recuerda los cuatro animales
de Ezequiel atrapados en la Esfinge, recuerda los Cuatro Evangelistas, recuerda
los Cuatro Puntos Cardinales, recuerda los cuatro Lirios Sagrados de Calíope,
recuerda...

No es por casualidad, ¡oh Helena!, que cada una de las reglas del juego, que
cada uno de los pormenores, que cada una de las figuras, que cada uno de los
colores, que cada uno de los números, son como son, y están en la relación en la
que están. Allí vibra el mensaje de los antiguos sabios, allí arden los indicios
sagrados, allí también puede estallar el relámpago.

Para mí tienen un valor muy personal. Cuando quiero saber lo que pasa en
Calíope, voy a ver las partidas de dominó en el botiquín de la esquina; y observo
los juegos de canasta en casa de una vecina, cuando deseo espiar a mis colegas y
camaradas dispersos, hoy en el servicio por los mundos innumerables de la
Nebulosa de Andrómeda.

No hay ni un solo deporte que no tenga carácter de indicio; se seguirán
formando atletas, ídolos de las multitudes, fanáticos de equipos, mientras los
hombres no hayan aprendido a escuchar la brisa suave que murmuran el
Nombre desde cada coyuntura del juego; pero, entretanto, el mensaje
permanecerá, y será conservado celosamente, cualesquiera que sean las
características de los regímenes que en cada etapa evolutiva crean tener en sus
ideologías y partidos la solución de los problemas sociales.

Todos los jugadores del mundo son portadores inconscientes de un mensaje.
Esa es su misión.

Ahora bien, ¡oh Helena!, la forma exterior de mi trabajo consiste en averiguar si,
en la Tierra, el Sistema de Indicios funciona correctamente.

Yo, Doulos Oukóon, disfrazado de policía, de mendigo, de estatua, de cabilla, de
fusil, de Lord inglés, de corsé de cortesana, de violín, de cubileta, de As de
Espadas; ubicado en un hilo de cuerda de saltar, en una raqueta, en el Do medio
de un piano, en un pilón de patio aldeano, en una tiza robada por un niño
travieso, en el doble cuatro, en el vértice de una pirámide antigua, en el tacón
derecho de una bailarina, en el lápiz de un comediógrafo, en la angustia secreta
de un poeta inédito, en el dedo índice de una comadre; apareciendo como
partitura, como araña de luz en sala de fiesta, como lámpara de queroseno,
como solapa de libro, como pluma en cabeza de piache, como tambor. Yo,
Doulos Oukóon, espía cósmico, yo he explorado minuciosamente todas las
instalaciones del Sistema de Indicios, y puedo informar que ninguno de los
mecanismos cibernéticos ha fallado, pero que los encargados de la liturgia la
han prostituido, al perder contacto con el Colegio Iniciático, y se han convertido
en rémora para la evolución y cáncer en el cuerpo sagrado de los pueblos.

Te quiero decir, ¡oh Helena!, un secreto que tú sabías antes que yo lo
sospechara, y que has olvidado a consecuencia de tu esplendorosa caída. Te lo
quiero decir porque nada me hace sufrir más que tu amnesia, pues nadie está
más cerca que tú de mi corazón. El Sistema de Indicios conduce a la
clarividencia total, cuyo problema técnico es la sintonía, y a la ciariquinesia
arqueométrica, cuyo problema técnico es la cronopraxia topológica
multidimensional.

Cuando se llega a este punto en el Sistema de Indicios, se hace superfluo y
superfluos todos los inventos de la civilización. Considera algunos ejemplos: las
efemérides de Júpiter están escritas matemáticamente y exhaustivas en el
hígado de las ovejas. Las piedras preciosas son máquinas altamente fieles de
telecomunicación; el crisólito comunica instantáneamente con cualquier lugar
de Perseo, funcionando como receptor transmisor, mediante ligeros toques con
el dedo selector de onda. Cinco gramos de plata mexicana, tratando todo con
mirada elíptica, bastan para propulsar cualquier vehículo hasta la Luna. Las
cuarenta y nueve regiones erógenas del cuerpo de la mujer corresponden
directamente a las cuarenta y nueve estaciones de empalme intergaláctico entre
Magallanes y Andrómeda. La muerte violenta de un escorpión terrestre en los
días dominados por Casiopea, produce tempestades solares y perturbaciones
electromagnéticas en el Sistema de Procyón.

El Sistema de Indicios no es sino una introducción al Liber Mundi. Algunos
hombres han aprendido a leerlo sin el auxilio telecrónico de los antiguos sabios.
Se sabe de hechiceros que, contemplando la imagen dibujada de un animal,
descubrían sus costumbres, su ciclo vital, y la mejor época y lugar para cazarlo.

Pueblos que no tenían sino astrolabios, conocieron los satélites de Júpiter antes
de la invención del telescopio. Un hombre declaró que podía ver el Universo en
un grano de arena y a Dios en una flor silvestre.

KL

EL CUERPO humano efectúa de manera automática las funciones elementales
de sutilización; ingiere fragmentos del mundo visible, los somete a un
tratamiento desintegrante en el tubo digestivo, y, cuando los ha reducido a
moléculas, bifurca la dirección de su trabajo; las moléculas aprovechables fluyen
hacia la corriente circulatoria, las no aprovechables son defecadas.

En la corriente circulatoria, se transforman en átomos; aquí, el cuerpo bifurca
de nuevo su trabajo: los átomos aprovechables pasan, después de un complicado
proceso pulmonar, a la corriente nerviosa; los no aprovechables, son expulsados
por el aparato urinario y las glándulas sudoríparas.

En la corriente nerviosa, alcanzan el estado iónico; aquí, el cuerpo bifurca por
tercera vez su trabajo: los iones aprovechables pasan a la corriente eidética, los
no aprovechables son eliminados por medio del sexo.

En la corriente eidética, que fluye incesantemente entre la pituitaria y la pineal,
el cuerpo bifurca por cuarta vez su trabajo; las ideas aprovechables se expulsan
por medio del lenguaje.

Y aquí, ¡oh Helena, esplendorosa Helena!, aquí surge el primer gran problema:
las tres primeras etapas de este proceso de sutilización de materia, etapas que se
efectúan automáticamente; valiéndose de recursos cibernéticos podría
construirse un robot que las realizara, pero, a partir de la cuarta, se requiere la
intervención consciente y lúcida del habitante o piloto. Cuando éste no
interviene, se producen las más tremebundas constipaciones eidéticas, pues la
reflexión no puede ser automática; si pudiese ser automática y maquinal, o
incluso puramente vital, Aquel cuyo signo es el relámpago no hubiera tenido
que diversificar los Universos con las Leyes del Siete y del Tres. ¿No recuerdas,
¡oh Helena!, que este problema se llama SI-DO y MI-FA?

La no-intervención consciente y lúcida del piloto en la cuarta bifurcación es la
causa única de todas las enfermedades y demás perturbaciones orgánicas y
psíquicas del individuo humano, pues allí se produce algo venenoso, que no
puede ser regurgitado, ni defecado, ni orinado, ni transpirado, ni fornicado, ni
hablado. En estrecha angustia, con temor y temblor, el piloto se expone a la
pérdida de su vehículo mientras no transforme, ¡oh atroz vigilia!, el fuego de la
caldera sagrada en luz coronaria por la eclosión de ígneos girasoles.

La clave de este umbral, ¡oh Helena!, esta duda, es una palabra del lenguaje de
los hombres, que éstos no han comprendido todavía, y que fue lanzada al flujo
verbal por los antiguos sabios, una palabra que, pronunciada correctamente,
abre la dimensión próxima superior; esa palabra te la he dicho ya.

Lo real tiene carácter vibratorio, y está poblado de entelequias, arjées
evolucionantes. En su totalidad, tiene forma de bailarina que ejecuta formas
sagradas. Sus articulaciones están constituidas por Arcángeles rebeldes, sus
senos son nebulosas, sus miembros son galaxias. Se destruye y se recrea en cada
movimiento. Tiene los ojos cerrados porque explora sus mundos interiores, y
envía oleadas de luz hasta el más pequeño de sus universos, enseñándolos a
bailar. Tu cuerpo es análogo a su cuerpo, ¡oh Helena!, una chispa de su mirada
te habita, te sostiene y te vivifica.

Los hombres y los sistemas solares que han traspasado el cuarto umbral, están
abiertos a la mirada y puede repetir los mudras, los pasos, las contorsiones, las
posiciones de las muñecas, de los brazos, de los tobillos, de las rodillas, de las
caderas, de la cintura, del cuello, e identificarse con la visión invitativa de la
Gran Bailarina. La danza es matemática, su materia es la música, su intención es
el despertar definitivo.

Después del cuarto umbral, la chispa de cada hombre puede unirse al fuego
central de la mirada, sin perder individualidad. Cuando bailaste por primera vez
en Calíope, según el rito de Aldebarán, sabías que tus brazos movían los brazos
de la Vía Láctea, y que al doblar el cuerpo curvabas el espacio; cuando abrías las
rodillas, eras consciente de provocar la dispersión explosiva de las
constelaciones, y cuando ponías las manos cruzadas sobre los muslos, contraías
adrede el tiempo primigenio con su innumerable cabellera de tiemposcromáticos locales; cuando inclinabas la cabeza hacia atrás, y la movías de
izquierda a derecha y de derecha a izquierda, lo hacías para alterar
rítmicamente las leyes asiromónicas; cuando girabas los hombros, formabas y
destruías, alternativamente, en los senos desnudos y en el vientre, campos
magnéticos pluricósmicos; cimbreabas la cintura en sublime eutaraxia para
configurar con las caderas, ¡oh alfarera de la nada!, ardientes ánforas de ser en
la tiniebla circundante; si alzabas los brazos, estallaban cuatrillones de novas y
cuatrillones de soles jóvenes las reemplazaban; si dabas vueltas sobre un solo
pie, era para provocar incandescencias ontopoyéticas en la espiral sagrada que
asciende y desciende por la columna vertebral de Aquel cuyo signo es el
relámpago. Fue entonces cuando me reconociste en la campanada esencial de tu
Castalia, y me entregaste, sin permiso de los hierofantes, tu girasol de fuego, y
caíste, ¡oh primera embriaguez sideral!, a un planeta no sagrado, donde se
hacen tratamientos para la amnesia.

Comenzaré desde el principio y te enseñaré, a tí, que estás tan cerca de mi
corazón, las primeras lecciones sobre el uso de los miembros del cuerpo,
antenas de recepción y transmisión para disipar la Gran Ilusión y retornar a lo
Real.

OE

ADQUIRÍ el vehículo denso que ahora utilizo para escribirte, por fusión con su
habitante, quien representaba síntomas muy interesantes para mí, pues me
abrían la entrada por afinidad parcial.

Estaba previsto, además, que yo me fusionara con él durante cierto tiempo.

Observé una línea extraña en su mano izquierda que se une a la de la vida para
separarse luego. Esa línea me representa.

La afinidad parcial de que te hablo es patente en el estado de sus pensamientos
cuando lo penetré:

"No puedo identificarme verdaderamente con ninguna de las actividades que
realizo, ni creo en ninguna de las ideologías que circulan en mi tiempo, ni en los
demás tiempos de que tengo noticia; tampoco las empresas me seducen en que
los hombres ponen su pasión y su empeño; ni comerciales, ni políticas, ni
intelectuales, ni bélicas. Y, sin embargo, no estoy triste, la muerte no me atrae,
me siento bien, de algún modo dentro de esta gran incomodidad, como si mi
distanciamiento de todas las cosas y de mí mismo tuviera algún sentido, como si
estuviera cumpliendo una misión. Esto no es sólo es difícil de explicar; a mí
mismo me cuesta comprenderlo, es decir, racionalizarlo. Pero alguien dentro de
mí sabe claramente, con diáfana sabiduría, no enturbiada por imágenes y
palabras; yo, en cambio, tengo que recurrir a la analogía: el hombre utiliza las
manos para manejar herramientas, o para acariciar, los pies para andar, el
aparato digestivo para digerir, el lenguaje para engañar; pero, de vez en cuando,
se observa a sí mismo, se siente sentir, se ve como si fuera otro, y, como
resultado de esa esporádica actividad, va construyendo el extraño espejo
secreto, en apariencia inútil, de su vida".

"Pudiera ser que las ciudades y los pueblos, la humanidad toda, quizás tuvieran
necesidad de ese espionaje para informar a centros superiores de inteligencia
sobre este estado de cosas, y los acontecimientos de aquí y de ahora, sin que se
sepa exactamente a qué propósito sirven esas informaciones, o si sirven a
propósito alguno".

"Yo debo informar a la conciencia superior de la especie, o de la Tierra, lo que
ocurre aquí y ahora. Soy un espía cósmico. Que no se me confunda con vulgares
informadores a quienes mueve un interés momentáneo o una pasión cualquiera.

A través de mí, el conductor de la raza observa y examina sus dominios bajo la
luz da la eternidad. Esta función instrumental constituye mi nobleza, mi gran
servicio; pero no se crea que me siento envanecido, sé que soy un humildísimo
servidor, uno entre miles de mayor rango, en una especie de, ¿cómo decirlo con
palabras infectadas e infecciosas desde siglos?, Jerarquía del espionaje cósmico.

A veces, siento que todos los que han escrito o pensado sin el deseo de propagar
una idea, o de alcanzar el poder, o de cambiar el mundo, o de gritar su dolor en
testimonio agónico, que todos los que han vivido y viven en esa distancia del
exilio insuperable, con un hogar inconcreto, lejano siempre, con mis
compañeros de trabajo".

"Los problemas prácticos que surgen de esa situación deben considerarse como
gajes del oficio; no son dignos de especial atención".

No fue difícil, pues, entrar; difícil hubiera sido resistir a esa atracción. Sólo un
problema queda: cuando Sirio asciende al zenit del lugar donde se encuentre, no
puedo evitar, ¡oh Helena!, que se me marquen sobre el rostro las insignias de mi
rango, y me rodean, casi visibles, los avatares del limón y del romero.

OHN

MI TRABAJO oficial sobre la Tierra ha terminado. Voy a renunciar
indefinidamente a mi alta investidura para buscarte por medios humanos en el
laberinto del tiempo terrestre. Voy a abandonar este vehículo prestado para
hacer como uno cualquiera de los hombres. Caeré voluntariamente, sin poder
precisar dónde. Me llamaré Juan, o Antonio, o Rafael. No recordaré a Doulos
Oukóon, ni a Helena Ukusa, pero me quedaré pensativo ante los fragmentos
tuyos dispersos por el mundo, y los guardaré como reliquias, tratando de
reconstruir tu imagen.

Tú abandonarás tu vehículo, y tomarás otro, y otro, y otro, y, a través de todos,
me buscarás sin saberlo. Reflejos míos dispersos por el mundo te cautivarán en
una mirada, en una palabra, en una forma de hacer girar las manos, y tú
también tratarás de reconstruir a ciegas una imagen perdida.

Los largos años que pasaremos apartados el uno del otro, separados por
montañas, océanos, idiomas, hilos de alambre. Las tardes solitarias en playas
remotas, soñando el uno con el otro, sin poder recordar.

Si alguna vez lees mis cartas, sentirás en las sienes algo así como el roce leve de
una leyenda, y en el corazón algo así como el aleteo de una mariposa herida.

Pero cuando nos encontremos no habrá dudas. Nos anunciará la centella, nos
iluminará el relámpago, y una hoguera centrífuga nos rodeará. Recordaremos
todo lo que nos fuera familiar en la intimidad de las moradas. Yo estaré
paralizado por el encuentro, por la visión de tus ojos inundados de tiempo, más
tu dirás la palabra de plenitud y partiremos.

Y, en la proa del caracol, nos tomaremos de la mano para mirar juntos el
creciente disco de Aldebarán, con la certidumbre de que también la hierba azul
de Calíope nos recuerda.